Más allá de cualquier posición ideológica, la creación de un Instituto de Investigaciones Históricas por decreto presidencial, es un hecho tan inusual como inadecuado.
Un instituto es un espacio de análisis y de reflexión que nace, se desarrolla y evoluciona dentro de su ámbito natural: el académico. Son los docentes y los investigadores quienes, a partir de sus inquietudes, capacidades y necesidades, se organizan para -desde distintas líneas de pensamiento- estudiar temas específicos. Lo que vemos aquí, en cambio, constituye una acción forzada y antinatural, que parece estar motivada por intereses condicionados por una intencionalidad política.
Tres son nuestras objeciones fundamentales. La primera: el nuevo organismo gozará de prerrogativas, como el apoyo político del gobierno y, posiblemente, de un sistema de financiamiento diferente del que reciben otros centros universitarios de la misma índole. Estas diferencias, cuestionables desde una perspectiva ética, también pueden comprometer el funcionamiento y la calidad de su producción.
La segunda: según las declaraciones de su futuro director, Pacho O?Donnell, una de las metas de este centro es "desarrollar instrumentos para acercarnos a la verdadera historia". Allí, otro problema: el concepto de verdad aplicado al conocimiento histórico es profundamente polémico y problemático. No hay una única Historia; sólo existen historiadores que analizan e interpretan, lo mejor que pueden, un pasado común.
El tercer reparo: si la motivación que guió la creación de este instituto fue ampliar y enriquecer el conocimiento, fortalecer las perspectivas de análisis y fomentar el diálogo y el debate, esta no ha sido la forma más adecuada. Más bien se diría que el objetivo apuntó a cambiar una historia oficial por otra; una más funcional a las ideas y los intereses de quienes detentan el poder en la Argentina de 2011.